martes, 3 de agosto de 2010
Cómo salir de Afganistán
Michael Steele, presidente del Partido Republicano de EE. UU., fue atacado recientemente por sus compañeros por describir a Afganistán como “una guerra que eligió Obama” y sugerir que Washington fracasaría allí como lo hicieron otras potencias. Algunos críticos reprendieron a Steele por su pesimismo, otros por tener mal sus datos, dado que fue el presidente George W. Bush quien ordenó la invasión a Afganistán, poco después de los atentados terroristas del 11/09/2001 contra las Torres Gemelas y el Pentágono. Pero los críticos de Steele son los que están equivocados: el líder republicano tenía razón en lo esencial de su comentario.
La guerra que hace hoy EE. UU. en Afganistán es diferente y más ambiciosa que cualquier cosa efectuada por la Administración de Bush. Afganistán sí es en gran medida una guerra escogida por Obama, un punto que el presidente enfatizó recientemente al elegir al general David Petraeus para que dirija un esfuerzo contrainsurgente intensificado allí. Sin embargo, después de casi nueve años de guerra, la participación continua o aumentada de Estados Unidos en Afganistán no tiene muchas probabilidades de dar mejoras duraderas que de alguna forma sean proporcionales a la inversión de sangre y dinero.
Lo primero que hay que reconocer es que entablar este tipo de guerra es, de hecho, una elección, no una necesidad. EE. UU. inició la guerra en octubre de 2001 para derrocar al Gobierno talibán, el cual había permitido que Al Qaeda operase libremente fuera de Afganistán y que preparase los ataques del 11/9. Los talibanes fueron derrotados; miembros de Al Qaeda fueron capturados o asesinados, o escaparon a Pakistán. Pero ésa fue una guerra muy diferente, una necesaria que se realizó por autodefensa. Era esencial que Afganistán no continuase siendo un santuario para terroristas que podrían atacar de nuevo a EE. UU. o sus intereses.
La Administración fue menos clara en cuanto a qué hacer después. Como trabajaba en el Departamento de Estado por entonces, fui designado por Bush como coordinador del Gobierno de EE. UU. para el futuro de Afganistán. En una reunión del Consejo de Seguridad Nacional presidida por el mandatario, en octubre de 2001, fui quien argumentó que una vez que los talibanes fuesen removidos del poder, habría una oportunidad de corto plazo para ayudar a establecer un Estado afgano débil pero funcional. En ésa y en reuniones subsecuentes presioné por una presencia militar estadounidense de alrededor de 30.000 soldados (con una cantidad igual provista por otros países de la OTAN) para que fuesen parte de una fuerza que ayudase a mantener el orden después de la invasión y capacitar a los afganos.
Mis colegas no tuvieron interés en mi propuesta. El consenso era que se podía lograr poco en Afganistán dada su historia, cultura y composición, y que habría poca recompensa, incluso si las cosas salían mejor de lo esperado. No tenían el apetito para construir la nación en el terreno. El contraste con la política subsecuente para Irak, en la que los funcionarios fueron preparados para hacer mucho, pues esperaban crear un modelo potencial de cambio para Oriente Medio, difícilmente podría ser más marcado.
Como resultado, EE. UU. decidió no seguir su derrocamiento de los talibanes con algo ambicioso. El número de soldados norteamericanos sí llegó a un máximo cercano a 30.000, pero sólo cazó a un puñado de los miembros de Al Qaeda que quedaban. Estados Unidos nunca se unió a la fuerza internacional enviada para estabilizar Afganistán y, de hecho, limitó su tamaño y participación.
Para cuando Obama asumió la presidencia, la situación dentro de Afganistán se deterioraba rápidamente. Los talibanes volvían a afianzarse. Había preocupación en Washington de que si se los dejaba sin control, pronto podrían amenazar la existencia del Gobierno elegido en Kabul, encabezado por Hamid Karzai. Las tendencias se juzgaban tan malas, que el presidente envió a 17.000 soldados de combate estadounidenses para Afganistán incluso antes de que se hubiera terminado la primera revisión que ordenó.
Desde entonces, Obama tuvo varias oportunidades de reexaminar las metas e intereses de EE. UU. en Afganistán, y en cada caso eligió aumentar la presencia. Tras completarse esa primera revisión, en marzo de 2009, declaró que la misión de EE. UU. a partir de entonces sería “desbaratar, desmantelar y derrotar a Al Qaeda en Pakistán y Afganistán, y evitar su regreso a cualquiera de esos países en el futuro”; pero en realidad el objetivo de EE. UU. fue más allá de enfrentarse a Al Qaeda: el presidente anunció en esos mismos comentarios que enviaría tropas adicionales para “asumir la lucha contra los talibanes en el sur y el este, y darnos una mayor capacidad para asociarnos con las fuerzas de seguridad afganas y perseguir a los insurgentes a través de la frontera”. En pocas palabras, el regreso talibán fue equiparado con una vuelta de Al Qaeda, y EE. UU. se volvió un protagonista total de una guerra civil afgana, apoyando a un Gobierno central débil y corrupto contra los insurgentes. Otros 4.000 efectivos militares fueron enviados, esta vez para entrenar a soldados afganos.
Sólo cinco meses después, se inició una segunda y más extensa revisión de la política. Obama otra vez describió las metas de EE. UU. en términos de negarle a Al Qaeda un refugio en Afganistán, pero nuevamente se comprometió a mucho más: “Debemos revertir la inercia de los talibanes y negarles la capacidad para derrocar al Gobierno. Y fortalecer la capacidad de las fuerzas de seguridad afganas y del Gobierno para que puedan asumir la responsabilidad de guiar el futuro de Afganistán”.
Las decisiones que siguieron a esto fueron igual de contradictorias. Por una parte, se prometió otros 30.000 soldados, tanto para advertir a los talibanes como para reasegurar al Gobierno tambaleante en Kabul. Pero Washington también prometió: “Nuestras tropas empezarán a regresar a casa” para el verano boreal de 2011.
Hoy, la estrategia de contrainsurgencia que exigió todos esos soldados es claro que no funciona. La elección, en agosto de 2009, que le dio a Karzai un segundo período como presidente estuvo manchada por un fraude omnipresente y lo dejó con menos legitimidad que antes. Mientras el aumento de fuerzas de EE. UU. hizo replegarse a los talibanes en ciertos distritos, Karzai ha sido incapaz de llenar el vacío con un gobierno efectivo y fuerzas de seguridad que pudieran evitar el regreso talibán. Hasta ahora, la Administración de Obama está apegándose a su estrategia; de hecho, el presidente hizo lo posible para enfatizar esto cuando acudió a Petraeus para reemplazar al general Stanley McChrystal en Kabul.
Ésta será la tercera oportunidad de Obama de decidir qué tipo de guerra quiere entablar en Afganistán, y tendrá varias opciones de donde elegir, incluso si ninguna de ellas es muy prometedora. La primera es pasar el próximo año atacando a los talibanes y entrenando al Ejército y la policía afganos, y empezar a reducir el número de tropas de EE. UU. y su participación a un mínimo.
No obstante, este enfoque es tremendamente caro y con muy pocas probabilidades de éxito. El Gobierno afgano da pocas señales de estar preparado para una administración clara o seguridad efectiva a nivel local. Mientras un pequeño número de talibanes podría elegir “reintegrarse” a la vida civil —o sea, optar por dejar de luchar—, la gran mayoría no lo hará: son resistentes y gozan de refugio en el vecino Pakistán, cuyo Gobierno tiende a ver a los combatientes como un instrumento para influir en el futuro de Afganistán (algo que a Pakistán le importa mucho, dado su miedo a designios indios allí).
Los costos económicos de que EE. UU. se apegue a la política actual son cercanos a US$ 100.000 millones por año, una cifra desmedida cuando la presión por recortar el gasto federal se agudiza. El precio militar también es grande, no sólo en vidas y materiales, sino, además, en la distracción en un momento en que EE. UU. podría enfrentar crisis con Irán y Corea del Norte.
En el otro extremo del espectro político estaría una decisión de salir de Afganistán, completar lo antes posible una retirada militar completa. Hacerlo es casi seguro que resultaría en el colapso del Gobierno de Karzai y los talibanes apoderándose de mucho del país. Afganistán podría volverse otro Líbano, donde el conflicto civil se mezcla con una guerra regional que involucra a múltiples Estados vecinos. Tal resultado sería visto como un importante revés estratégico para la Casa Blanca en su lucha global con los terroristas. También sería un desastre para la OTAN en el que, de muchas maneras, es su primer intento de ser una organización de seguridad global.
Sin embargo, hay otras opciones. Una es la reconciliación: negociar un cese del fuego con los líderes talibanes dispuestos a dejar de luchar a cambio de la oportunidad de unirse al gobierno de Afganistán. No obstante, es imposible confiar en que muchos líderes rebeldes estén preparados para eso. Podrían decidir que el tiempo está de su lado si sólo esperan y combaten. Tampoco es probable que los términos que aceptarían sean, a su vez, consentidos por muchos afganos, quienes recuerdan demasiado bien cómo era vivir bajo el yugo talibán. Un Gobierno de unidad nacional es una idea disparatada.
Una nueva propuesta, que impulsa Robert Blackwill, ex embajador de EE. UU. en India, es una partición de facto de Afganistán. Bajo este enfoque, EE. UU. aceptaría que los talibanes controlen el sur del país, dominado por la etnia pashtu, siempre y cuando no reciban de vuelta a Al Qaeda ni busquen minar la estabilidad en la áreas no pashtus.
Esta idea tiene desventajas y atractivos. Un “Pashtunistán” autónomo dentro de Afganistán podría volverse una amenaza para la integridad de Pakistán, cuyos 25 millones de pashtus podrían buscar liberarse y formar un Pashtunistán mayor. Cualquier partición vería resistencia de muchos afganos, incluidas las minorías tayika, baluchi y hazara, que viven en “islas” demográficas dentro del sur, así como los tayikos, uzbekos y otros en el resto del país que quieren mantener a Afganistán libre de la influencia talibán. E incluso muchos pashtus se resistirían al dominio duro e intolerante de los islámicos.
Otro enfoque, mejor conocido como “descentralización”, tiene semejanza con la partición pero es diferente: EE. UU. proveería armas y entrenamiento a los líderes locales afganos que rechacen a Al Qaeda y no busquen minar a Pakistán. La ventaja de esta opción es que funcionaría junto con, y no contra, la tradición afgana de un Gobierno central débil y una periferia fuerte. Requeriría revisar la Constitución afgana, la cual hoy día pone demasiado poder en manos del presidente. Los líderes de las minorías no pashtus (así como los pashtus opuestos a los talibanes) recibirían ayuda y entrenamiento militar. Petraeus dio un paso en esta dirección al obtener la aprobación de Karzai para crear nuevas fuerzas de seguridad locales y uniformadas, a las que se pagará para que combatan a los insurgentes.
En este escenario, el movimiento talibán posiblemente regrese a sus posiciones de poder en muchísimas partes del sur. No obstante, sabrían que serían desafiados por el poderío aéreo de EE. UU. y sus Fuerzas Especiales (y por afganos apoyados por EE. UU.) si atacasen áreas no pashtus, si permitiesen que las áreas bajo su control fueran usadas para abastecer de fuerzas antigubernamentales a Pakistán, o si trabajasen con Al Qaeda. Hay razones para creer que los talibanes no repetirían su error histórico de invitar a Al Qaeda a las áreas bajo su control.
Una vez más, hay desventajas. Algunos afganos se resistirían a este enfoque por miedo a ceder mucho a los talibanes, y por algunos talibanes que piensan que no da suficiente. El Gobierno de Karzai se opondría a cualquier cambio en el apoyo de EE. UU. que intente dar sustento a líderes de poblados y locales. Es posible que la lucha continúe en Afganistán por años.
Entonces, ¿qué debería decidir Obama? La mejor respuesta es volver a lo que EE. UU. busca en Afganistán y por qué. Las dos metas son evitar que Al Qaeda restablezca un refugio y asegurarse de que Afganistán no mine la estabilidad de Pakistán.
Estamos más cerca de lograr ambas metas de lo que mucha gente cree. El director de la CIA, Leon Panetta, calculó que el número de miembros de Al Qaeda en Afganistán sería de “60 a 100, o tal vez menos”. No tiene sentido mantener a 100.000 soldados para que persigan a un adversario tan pequeño, especialmente cuando Al Qaeda opera a esta escala en muchos países.
Pakistán es mucho más importante que Afganistán, dado su arsenal nuclear, su población mucho mayor, los muchos terroristas en su suelo y su historial de guerras con India, pero el futuro de Pakistán se determinará mucho más por eventos dentro de sus fronteras. Su Ejército da señales de entender que los talibanes de Pakistán son un peligro, y empezó a perseguirlos.
Todo esto argumenta a favor de una política estadounidense en Afganistán de descentralización, que dé mayor apoyo a los líderes locales y establezca un nuevo enfoque para con los talibanes.
La guerra que EE. UU. hace en Afganistán no tienen éxito. Llegó el momento de reducir los objetivos y disminuir su participación en el lugar. Afganistán está reclamando demasiadas vidas estadounidenses, requiriendo demasiada atención y absorbiendo demasiados recursos. Cuanto más pronto se acepte que Afganistán es menos un problema que arreglar que una situación por manejar, será mejor.
Haass, presidente de la ONG estadounidense Consejo de Relaciones Exteriores, es autor de “War of Necessity, War of Choice: A Memoir of Two Iraq Wars”.
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